Don Benito Pérez Galdós fue uno de mis
compañeros de viaje, allá en mi adolescencia, cuando con curiosidad y respeto, iba fisgoneando
y adentrándome en la biblioteca de mi padre. Ahora mismo se me vienen a la
mente títulos como Trafalgar, Marianela, Nazarín y Fortunata
y Jacinta. Obras breves, pero cercanas al alma –sobre todo, a la del
imberbe que fui-. Hay que decir que Pérez Galdós fue un escritor prolífico, no limitándose
a las novelas y dramas sino también a las epístolas, entre otros. Y es de celebrar la reciente
publicación en España de Correspondencia. Benito Pérez Galdós. Edición de Alan E. Smith, M. A. Rodríguez Sánchez y Laurie
Lomask, de casi dos mil páginas, donde aparecen un millar de cartas a diferentes destinatarios, del que muy buena crítica, se ha escrito ya.
En una carta dirigida a Leopoldo Alas «Clarín»,
le confiesa: «más que Homero o Dante me gusta acercarme a un grupo de amigos,
oír lo que dicen, o hablar con una mujer o presenciar una disputa, o meterme en
una casa de pueblo, o ver herrar a un caballo, oír los pregones de la calles…».
Gran verdad, que sin querer, contradice la bibliofilia de algunos, que buscan
el aislamiento del mundanal ruido. Todo
narrador es un vampiro de las circunstancias ajenas. Se nutre tanto de los
chismes, los excesos, los culebrones, como de las confesiones, las culpas, las
introspecciones. No suele contar de sí,
el mundo es su caldo de cultivo. Y si bien, alguna narración suya pudiera
parecer autobiográfica, casi nunca lo es. Excepciones que ponen a prueba la
regla, hay, como las excentricidades publicadas por mi paisano, Jaime Bayly
Letts. Además, ya quisiera uno parecerse a los personajes de su ficción. Contar
historias es la revancha consuetudinaria a la chatura existencial.
Del mundo literario, se puede afirmar –sin
temor de caer en hipérbole- que agrupa a casi la totalidad de las personas chismosas,
vanidosas, mentirosas, envidiosas, injuriosas y rencorosas -sí, todas esas lindezas reunidas en un solo personaje-. Algunos conozco. En
parte, son así, porque la consagración, si es en vida, es tremendamente excluyente.
Gustar y llenarse los bolsillos, una temporada, con libros de autoayuda o
novelas adolescentes o lacrimosas, suele ocurrir. Prevalecer en la memoria
poética. Lograr el estatus de «clásico». Mantener el nivel de ingresos. Ese es
otro cantar. De ahí la validez de lo expresado por don Benito en el párrafo anterior. Hay que escuchar
a la calle. Pero requisito previo es, la nutrición libresca. Después de Joyce y
Dostoievski, los monólogos nunca fueron los mismos. Tampoco las
estructuras después de Faulkner y Hemingway. Hacerse de una buena historia es un gran paso. Saberla contar, su cristalización.
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