martes, 12 de julio de 2016

CRÓNICAS PROVINCIANAS

Cuando se viaja por el Perú, el viaje no solo es espacial, es también temporal. Déjame presumir, pero país somos, de variadas maravillas. Podrás cruzar caóticas metrópolis, desiertos dakarianos, valles transandinos, ríos interoceánicos, nevadas cadenas montañosas y junglas vírgenes. Como también, en la misma travesía, generaciones, centurias y hasta edades prehistóricas. Costará creerlo, pero en la Amazonia, aún subsisten tribus divorciadas del hombre contemporáneo, ajenas a nuestra modernidad y virus, bacterias, estrés, codicia, tontos por ciento, real politik y demás herencias, todo menos encomiables.

Allá por Platería, en Puno, a las orillas del Lago Titicaca, conocí a Eustaquio. Su apellido, aimara, me ha pedido que no lo mencione. No por él, por su suegro. Y fue en época de fiesta patronal, que Eustaquio se animó a echarse unas copas con su suegro, don Gabriel, ya quisiera Condorcanqui. Copas van, copas vienen, el respeto se fue yendo con las gélidas olas lacustres, y Eustaquio, arrebatado por los lapos que le propinaba su suegro, le espetó: «no me levante la mano, viejo verga muerta». El suegro, iracundo, le exigió una disculpa, pues a sus ochenta y tres años, todavía «montaba» (sic). «Pues a las pruebas, hemos de remitirnos» -sentenció Eustaquio. Y abrazados y a tientas, llegaron hasta el prostíbulo más reputado de la provincia. Y vaya que la reputación es cosa de alta estima en estos menesteres. Pagaron al caficho sus entradas y repasaron, uno a uno, los cuartitos iluminados de rojo, que albergaban a las risueñas profesionistas del sexo, o quieras tú, samaritanas del amor. Esperanza fue la elegida. Cholona de unos treinta y pocos años, de pechos maternales, pezones oscurísimos, dentadura espaciada, cabellos crespos y esmerado sobrepeso. «Pasa nomás, corazón» -invitó a don Gabriel-. Cerró la puerta, y Eustaquio se hizo a la idea de esperar por un buen rato. «Esa verga, no se para ni con inflador», pensó, divertido. Grande fue su sorpresa, a los pocos minutos, ver salir, airado y vociferante, a su suegro. «¡Se ha calateado esta cojuda! ¿Está loca?». Y sí, allende en el tiempo, las «polillas» no se desvestían. Levantaban la falda, y ahí, donde no había calzón ni verdaderas ganas ni frutos, los señores «sentían» lo que prohibido, por la Iglesia, estaba con sus respectivas damas. ¿Te imaginas?


Entre la frontera de las regiones de La Libertad y Lambayeque, a las orillas del río Jequetepeque, a escasos minutos de la represa del Gallito Ciego, se ubica Pay Pay, caserío de unas ciento y tantas familias. Y si bien, la herencia moche es evidente, también lo es la de piel pálida, llegada desde la Iberia hace casi medio milenio. Llegado -entiéndase yo- en tiempo de bodas, mi amigo Santiago, luego de desposar a Carmela, se la llevó a vivir a casa de sus padres, muy cerca del mercado y la escuela primaria. Vivía también con ellos, su santa abuela, doña Pancha. Y la primera noche, luego de volver de su luna de miel en el balneario de Máncora, hizo despertar a doña Pancha un sonido nada familiar, quien en pijamas, prendió su candil de kerosene y lentito el paso, se fue aproximando a donde provenían los extraños ruidos. Abrió despacito la puerta de latón y asomó su nonagenario ojo izquierdo, cansado y legañoso pero no miope. Alarmada, regresó sobre sus pasos y fue directo a la cocina a coger una escoba de paja. Rauda, se abalanzó contra la puerta y le gritó a la asombrada Carmela: «¡Déjalo, desgraciada! ¡No te voy a permitir que te comas a mi nieto!». Entenderán, agudos lectores, que lo que hacía la joven y obediente Carmela, era complacer a Santiago con una cadenciosa y esmerada felación, y no un acto de canibalismo, como hasta su muerte, creyó la buena Pancha. ¡Es que oye! 

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