Cuando se viaja por el
Perú, el viaje no solo es espacial, es también temporal. Déjame presumir, pero país somos, de variadas maravillas. Podrás cruzar caóticas
metrópolis, desiertos dakarianos, valles transandinos, ríos interoceánicos, nevadas
cadenas montañosas y junglas vírgenes. Como también, en la misma travesía, generaciones,
centurias y hasta edades prehistóricas. Costará creerlo, pero en la Amazonia, aún
subsisten tribus divorciadas del hombre contemporáneo, ajenas a nuestra
modernidad y virus, bacterias, estrés, codicia, tontos por ciento, real politik y demás herencias, todo
menos encomiables.
Allá por Platería, en
Puno, a las orillas del Lago Titicaca, conocí a Eustaquio. Su apellido, aimara,
me ha pedido que no lo mencione. No por él, por su suegro. Y fue en época de
fiesta patronal, que Eustaquio se animó a echarse unas copas con su suegro, don Gabriel,
ya quisiera Condorcanqui. Copas van, copas vienen, el respeto se fue yendo con
las gélidas olas lacustres, y Eustaquio, arrebatado por los lapos que le
propinaba su suegro, le espetó: «no me levante la mano, viejo verga muerta». El
suegro, iracundo, le exigió una disculpa, pues a sus ochenta y tres años,
todavía «montaba» (sic). «Pues a las pruebas, hemos de remitirnos» -sentenció
Eustaquio. Y abrazados y a tientas, llegaron hasta el prostíbulo más reputado de la provincia.
Y vaya que la reputación es cosa de alta estima en estos menesteres. Pagaron al caficho sus entradas y repasaron, uno a uno, los cuartitos iluminados de rojo, que albergaban a las risueñas
profesionistas del sexo, o quieras tú, samaritanas del amor. Esperanza fue la
elegida. Cholona de unos treinta y pocos años, de pechos maternales, pezones
oscurísimos, dentadura espaciada, cabellos crespos y esmerado sobrepeso. «Pasa
nomás, corazón» -invitó a don Gabriel-. Cerró la puerta, y Eustaquio se hizo a
la idea de esperar por un buen rato. «Esa verga, no se para ni con inflador»,
pensó, divertido. Grande fue su sorpresa, a los pocos minutos, ver salir,
airado y vociferante, a su suegro. «¡Se ha calateado esta cojuda! ¿Está loca?».
Y sí, allende en el tiempo, las «polillas» no se desvestían. Levantaban la
falda, y ahí, donde no había calzón ni verdaderas ganas ni frutos, los señores «sentían» lo que
prohibido, por la Iglesia, estaba con sus respectivas damas. ¿Te imaginas?
Entre la frontera de
las regiones de La Libertad y Lambayeque, a las orillas del río Jequetepeque, a
escasos minutos de la represa del Gallito Ciego, se ubica Pay Pay, caserío de
unas ciento y tantas familias. Y si bien, la herencia moche es evidente,
también lo es la de piel pálida, llegada desde la Iberia hace casi medio milenio. Llegado -entiéndase yo- en tiempo de
bodas, mi amigo Santiago, luego de desposar a Carmela, se la llevó a vivir a casa de sus
padres, muy cerca del mercado y la escuela primaria. Vivía también con ellos,
su santa abuela, doña Pancha. Y la primera noche, luego de volver de su luna de
miel en el balneario de Máncora, hizo despertar a doña Pancha un sonido nada familiar, quien en pijamas, prendió su
candil de kerosene y lentito el paso, se fue aproximando a donde provenían los
extraños ruidos. Abrió despacito la puerta de latón y asomó su nonagenario ojo izquierdo, cansado y legañoso pero no miope. Alarmada, regresó sobre sus pasos y fue directo a
la cocina a coger una escoba de paja. Rauda, se abalanzó contra la puerta y le
gritó a la asombrada Carmela: «¡Déjalo, desgraciada! ¡No te voy a permitir que
te comas a mi nieto!». Entenderán, agudos lectores, que lo que hacía la joven y obediente Carmela,
era complacer a Santiago con una cadenciosa y esmerada felación, y no un acto
de canibalismo, como hasta su muerte, creyó la buena Pancha. ¡Es que oye!
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