Estrella y Antoine no
se conocen. Bueno, en cierta forma, sí. Son novios virtuales. Ella es de
Ventanilla, un distrito costeño de la Provincia Constitucional del Callao, en
el Perú. Él es de Biarritz, en la región de Aquitania, al sudeste de Francia,
muy cerca de la Costa Cantábrica, donde aprendió el español. El mar es su
referente. La coincidencia que los llevó a comentar el mismo vídeo en Youtube: «Alfonsina y el Mar», en la voz
de Nana Mouskouri. Siguió la invitación por Facebook.
Prosiguió el Whatsapp, omnipresente
por obra y gracia del Smartphone, el
plan de datos y el wifi. No hay hora
en la que no se envíen emoticons,
breves mensajes de texto, fotos de su cotidiana intimidad, canciones románticas y paro de contar.
Para Estrella, Antoine aún vive con su madre, Simone, enferma de una diabetes avanzada, la pobre. Alto como un poste y rubio como la miel. Trabaja por la mañana en una
gasolinera y por la noche estudia marketing digital en un instituto sin página
web. Para Antoine, Estrella es la segunda de tres hermanas –Natalia es la mayor
e Isabel la última-. Estudia nutrición en la Universidad Nacional del Callao.
No trabaja, pero eventualmente es invitada a modelar y hacer de anfitriona en
ferias comerciales. Sí, es guapa. A los diecinueve años el cuerpo de una mujer
solo puede ser hermoso. Y si es trigueña, porteña y risueña, aún más. Una
hermosa mariposa de tinta negra adorna su esbelta espalda. Es imposible no
reconocerla a la distancia. Como tampoco no rendirse a sus encantos de mujer.
Están ahorrando para que un
cercano día, finalmente, puedan tocarse, sentirse, confundirse. La exención de
la visa Schengen a los peruanos allana el sueño, hasta hace poco, casi
imposible. Es gratificante dejar de ser un país paria a los ojos de los ricos
del Norte. Pero ni Estrella tiene diecinueve años, ni es trigueña, porteña o risueña. Ni Antoine es alto ni rubio. Es lo que han querido ser, pero no son. Es
lo que se fueron inventando y lo que convirtieron en su realidad y
cotidianidad. Ella se ve así. Él también. Estrella es en realidad Andreína Juscamaita
Chamochumbi. Es madre soltera y tiene cuatro hijos de diferentes padres.
Ninguno llega a adolescente aún. En junio próximo cumple veinticuatro años.
Antoine es en realidad Jaime Ponce Bellido. Guatemalteco de cincuenta y siete años que llegó de contrabando a Europa
y trabaja de lavaplatos en un par de bistros. Ha aprendido algunas frases en
francés, y mucho de lo que le ordenan entiende. Esta mentira, con visos de verdad,
les ha salvado la vida. Sobrevivir era su quehacer diario. La estéril rutina,
su cadena perpetua.
La chatura de sus vidas no es tan distinta a la de mayoría
de sus contemporáneos. Escapar se puede, ciertamente, pero los medios cada vez son
más esquivos. El mío, por ejemplo, es la Literatura. Jean-Marie Le Clézio tiene una reflexión
maravillosa: «Sin duda la literatura está adelantada a su época, permite todos
los sueños, todas las aspiraciones. Es lo opuesto del nacionalismo estrecho, de
la identidad reducida, al racismo básico, a las incapacidades sentenciosas, a
los conformismos satisfechos, a la cobardía intelectual, la autosatisfacción y
las mentiras que los tiranos inventan para dorar sus estatuas. ¿Cree que soy
demasiado optimista?». Hacerse de una novia por Internet podría ser otra, pero
estaríamos engañando a alguien más que a nosotros mismos. Y la verdad, tarde o
temprano, se conoce. Si bien adentrarse en las obras maestras de la Literatura
es también vivir una mentira, el daño es nulo. Entretanto, Estrella -o debería decir María- le ha dedicado una canción a su Antoine: «Esa Mujer», de Ha Ash. Y mientras la escuchan, cada quien en su cama, suspira y vuelve a sonreír. ¡Ay, el amor! Si no lo sabré yo.
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