lunes, 21 de septiembre de 2015

If you’re going to feel better, hit me

Hay conductas propias del proceso de evolución humano que nos enlazan a un pasado atávico, animal, cavernario, y nos distancian del hoy, medianamente racional, tan pletórico de conceptos como inteligencia emocional, empatía, espiritualidad. Conductas que lindan con el masoquismo, vestido de expiación, o con el sadismo, vestido de dominación (¿viste ya las 50 Sombras de Grey?). Conductas que contradicen la vigilia de un yo y un súper yo. Conductas que niegan la religión, la piedad, la compasión. Conductas de chimpancé común, no de bonobo -al que, ojalá, nos pareciéramos más-.

 Viene a cuento todo esto a raíz del sinnúmero de denuncias públicas y privadas de maltrato físico a la mujer, muchísimo más ostensible que el psicológico o por omisión, que vemos a diario en todos lados. Tanto es así, que términos propios del argot criminalístico han pasado a ser moneda corriente del habla popular: «escoriación», «tumefacción», «equimosis», «necrosis». Oye, les están sacando la mierda, y por más campañas mediáticas y escolares que se lleven a cabo, no somos capaces ni de prevenirlo ni de contenerlo. Y claro que hay solución. Tanto la víctima contumaz, que no denuncia y justifica, como el psicópata agresor, tienen remedio. Algo de esto sé. En el último año de mi carrera de Derecho y Ciencias Políticas, me tocó servir al Estado (SECIGRA) en una Defensoría Municipal del Niño y del Adolescente (DEMUNA) de Bellavista, Callao. Lunes, miércoles y viernes, por las tardes, hasta las cinco y media. Ahí descubrí la descarnada violencia contra el más débil. Ahí entendí lo absurdo de la violencia. Ahí asumí mi vocación pacifista. Compromiso que un día, dolido por la traición, se puso a prueba.

 En el primer año de mi residencia en California conocí a una lindísima filipina. A ver, la nacionalidad es sólo un dato. Uno es quien es, independientemente del accidente geográfico de nacer aquí, allá o acullá. Verla por primera vez, en un evento comercial en el San Jose Convention Center, contuvo más de un diástole y sístole. Su cabello, delgadísimo, caramelo, jugaba a envelar su rostro. Rostro de nínfula. Sus labios, delicados, reclamaban mi atención. Sus ojos, asiáticos, detuvieron mi tempo. No hubo forma de resistirse. No quise resistirme. No me resistí. Aunque he de admitir que el instinto me previno: una mujer tan bella no le pertenece a nadie, sólo a sí misma. A su contemplación. A su goce. A su levedad. Y mientras creí amarla, fui coleccionando evidencias de su engaño. Sí, eso, «cuernos». ¿Si lo supe con certeza? No. Tampoco fue necesario. La discusión, el paroxismo, la culpa, el reproche, fueron inevitables. -If you’re going to feel better, hit me!, me rogó entre lágrimas. Aturdido, descontrolado, rabioso, la miré, distante, arrodillada en un rincón. Pequeñísima. Extraña. Ajena. Ni aún, ella golpeándome, habría sido capaz de tocarla. Una fuerza, probablemente anterior a la razón, inmanente, consustancial, aplacaba toda posibilidad de violencia física. Es verdad, la insulté. Como nunca antes, usé palabras groseras, hirientes, irrepetibles. Pero no pude tocarla. Tampoco quise, a pesar del aturdimiento por la emoción violenta, que en tantas ocasiones, explica legalmente el homicidio. Entonces, no es verdad que no mandemos a nuestros miembros. No es verdad que no contengamos un puño. No es verdad que gocemos con el daño. El proceso evolutivo nos ha hecho mejores. Nos ha hecho humano. Y ser humano, es odiar si quieres, pero no golpear.   

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