Hay conductas propias del proceso de evolución humano que
nos enlazan a un pasado atávico, animal, cavernario, y nos distancian del hoy, medianamente
racional, tan pletórico de conceptos como inteligencia emocional, empatía, espiritualidad. Conductas que lindan con el masoquismo, vestido de expiación, o con
el sadismo, vestido de dominación (¿viste ya las 50 Sombras de Grey?). Conductas que contradicen la vigilia de un
yo y un súper yo. Conductas que niegan la religión, la piedad, la compasión. Conductas de chimpancé
común, no de bonobo -al que, ojalá, nos pareciéramos más-.

Viene a cuento todo esto a raíz del sinnúmero de denuncias
públicas y privadas de maltrato físico a la mujer, muchísimo más ostensible que
el psicológico o por omisión, que vemos a diario en todos lados. Tanto es así, que términos propios del argot
criminalístico han pasado a ser moneda corriente del habla popular:
«escoriación», «tumefacción», «equimosis», «necrosis». Oye, les están sacando
la mierda, y por más campañas mediáticas y escolares que se lleven a cabo, no
somos capaces ni de prevenirlo ni de contenerlo. Y claro que hay solución. Tanto
la víctima contumaz, que no denuncia y justifica, como el psicópata agresor, tienen
remedio. Algo de esto sé. En el último año de mi carrera de Derecho y Ciencias
Políticas, me tocó servir al Estado (SECIGRA) en una Defensoría Municipal del
Niño y del Adolescente (DEMUNA) de Bellavista, Callao. Lunes, miércoles y
viernes, por las tardes, hasta las cinco y media. Ahí descubrí la descarnada violencia contra el más
débil. Ahí entendí lo absurdo de la violencia. Ahí asumí mi vocación pacifista. Compromiso que un día, dolido por la traición, se puso a
prueba.
En el primer año de mi residencia en California conocí a
una lindísima filipina. A ver, la nacionalidad es sólo un dato. Uno es quien
es, independientemente del accidente geográfico de nacer aquí, allá o acullá. Verla
por primera vez, en un evento comercial en el San Jose Convention Center, contuvo más de un diástole y sístole. Su
cabello, delgadísimo, caramelo, jugaba a envelar su rostro. Rostro de nínfula. Sus
labios, delicados, reclamaban mi atención. Sus ojos, asiáticos, detuvieron mi tempo. No hubo forma de resistirse. No
quise resistirme. No me resistí. Aunque he de admitir que el instinto me
previno: una mujer tan bella no le pertenece a nadie, sólo a sí misma. A su
contemplación. A su goce. A su levedad. Y mientras creí amarla, fui
coleccionando evidencias de su engaño. Sí, eso, «cuernos». ¿Si lo supe con
certeza? No. Tampoco fue necesario. La discusión, el paroxismo, la culpa, el
reproche, fueron inevitables. -If you’re going to feel better, hit
me!, me
rogó entre lágrimas. Aturdido, descontrolado, rabioso, la miré, distante,
arrodillada en un rincón. Pequeñísima. Extraña. Ajena. Ni aún, ella
golpeándome, habría sido capaz de tocarla. Una fuerza, probablemente anterior a
la razón, inmanente, consustancial, aplacaba toda posibilidad de violencia
física. Es verdad, la insulté. Como nunca antes, usé palabras groseras,
hirientes, irrepetibles. Pero no pude tocarla. Tampoco quise, a pesar del aturdimiento por la
emoción violenta, que en tantas ocasiones, explica legalmente el homicidio. Entonces, no
es verdad que no mandemos a nuestros miembros. No es verdad que no contengamos
un puño. No es verdad que gocemos con el daño. El proceso evolutivo nos ha hecho mejores. Nos ha hecho humano. Y ser humano, es odiar si quieres, pero no golpear.
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