En el corazón del valle Sagrado de los incas, a la altura del Km. 64 de la asfaltada carretera Cuzco-Urubamba, ingresando por la derecha a un estrecho camino rural, entre árboles de eucaliptus y pisonay, y no muy lejos, chacras de maíz y alfalfa, se erige en su parte alta, recostada en el cerro, la segunda casa hacienda Huayoccari, construida en la década de 1950 por don José Orihuela Yávar, con la manifiesta intención de exhibir allí su rica colección de arte peruano, que va desde lo precolombino a lo republicano, pasando por lo inca y virreinal. Si bien, gran parte de ella fue donada al Museo del Palacio Arzobispal de Arte Religioso del Cusco, que fundara en 1966, lo más pintoresco de su vocación coleccionista está todavía ahí, junto con la lograda por sus actuales titulares de dominio, la familia Lámbarri Orihuela, quienes ostentan sin poses ni presunción un genuino y casi extinto abolengo cusqueño: José Ignacio Lámbarri Orihuela y Ana María Barberis Alosilla. Esta es mi historia.
El primer sábado del mes de noviembre, sin previa reserva, acompañé a Alena a visitar este palacete que, eso sí, previa reserva telefónica, atiende a exigentes turistas y les mima con exquisitos platos orgánicos y famosos postres tradicionales. El frontis no sorprende, magro y añoso como muchos otros en la región. Una vez dentro, otra es la impresión. Preguntamos al guardián por la administradora, y luego de un par de minutos, apareció Ana María, con una sonrisa afable, un trato amable aunque distante y una seguridad propia de quien ha visto ya mucho mundo. Íbamos para saber más sobre su carta culinaria, y de paso, darle un vistazo a los afamados ambientes. Nos sorprendió que antes de ingresar al comedor, nos hiciera pasar al ambiente más cercano, por la izquierda: su museo particular. Una gran revelación. Varios salones convenientemente iluminados, organizados por épocas.
Eximias piezas de arte peruano, las suficientes para montar una muestra itinerante en el MET, el Hermitage o el Louvre. Y cada una, con una historia en particular, además de la relacionada a su origen. Adquirida ora por don José Orihuela, ora por el matrimonio Lámbarri-Barberis, la pasión por el arte y el coleccionismo son pauta previa que emociona. Ya no quedan muchas personas como ellos. Gente con dinero hay, ciertamente más que antes, pero buen gusto, compromiso con el pasado y las generaciones venideras, vocación de servicio, mecenazgo… eso es otra cosa.
Mientras avanzábamos en su descubrimiento, guiados por su intuición y un pisco sour, empezamos a charlar en el mismo idioma, el del connoisseur. Distinguir un Chavín de un Mochica. Un Mérida de un Mendívil. Un manierista de un barroco. Un jesuita de un agustino. Un Humareda de un Sabogal. Un Tola de un Llona. Un Arguedas de un Flores Galindo. Pues eso. Y no hay manera de fingirlo. Sabes o no sabes. Enterada que apreciábamos su colección y no solo halagábamos su ego, el trato fue otro, el de un amigo cercano, el de un pariente lejano que se vuelve a ver. Y la supuesta visita de media hora, se convirtió en una memorable tertulia de más de dos horas. Sentados en el salón más extremo, con una vista envidiable sobre la quebrada de Urquillo, repasamos sus postres de antología. Nos aseguró que eran los mejores de Cusco: suspiro a la limeña de lúcuma, cheese cake con sauco, merengado con chirimoya… en fin, un festín. Café americano, grano arábica, terroir cusqueño. Insistió tan maternalmente en que nos quedemos a almorzar y probar su cocina tradicional que nos rompió el corazón negarnos. Ya teníamos reserva de almuerzo en Cusco, en el MAP Café –que dicho sea de paso, fue también una experiencia memorable-.
Antes de despedirnos, nos presentó a su hijo de once años, que quiso hacernos esta foto. Volvimos a la casa y recorrimos su enorme jardín, lleno de flores, árboles e historia. Nos mostró su pieza favorita, un jarrón que custodiaba la imagen de don Hilario Mendívil Velasco, cuya viuda, Georgina, accedió a permutar por un Cristo de los Temblores de la Escuela Cusqueña, más por la valía, por el gran afecto que les tiene. También nos contó de sus bellas acuarelas, obras del pintor arequipeño Luis Enrique Palao Berastain, cercano amigo de la familia. Apostilló que en su cumpleaños ella le horneó una torta muy especial, y en retribución, al año siguiente, le pintó una acuarela de su torta de cumpleaños. Ese, quizá sea su mayor tesoro artístico. Al viajero, no dejes de almorzar en esta casa y preguntar por su ama y señora, Ana María. Yo me he prometido volver, y ese deseo, además de garantizar una felicidad breve pero completa, prolonga la vida.
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