lunes, 19 de agosto de 2013

El (mi) Mercado de Magdalena

 

mercadoProbablemente, una de las cosas más fascinantes de la Universidad sea acceder a abstracciones, conceptos, ideas, que apenas con una frase, encierran todo un universo. Quizá por eso, universidad y universo suenen tan parecidas, y de hecho, lo sean. Allá por 1993, tuve la suerte de asistir a las clases del Dr. Melquiades Castillo Dávila, filósofo de vocación aunque experto en derecho financiero –que no es lo mismo que finanzas-. Y en una de sus clases, donde nunca faltaron los clásicos (Sófocles, Epicuro, Aristóteles, Diógenes, etc.) resumió para mí –y ojalá para toda la clase, aunque no soy tan optimista- que el mercado es el lugar ideal donde se encuentra la oferta y la demanda. Así, sin más. Queda claro que la definición no es suya, abunda en la literatura económica, pero que me lo haya hecho entender de forma tan simple, y que luego haya despertado mi interés por la historia de la economía, vaya que es meritorio.

mercadomagdalenaEs sobre el mercado que quiero contarles hoy. Mi mercado. El mercado adonde me llevaba mi padre a educar el tacto, el olfato, el gusto y la vista. Agradecido aprendizaje, precoz, que hizo de frutas y verduras, la anatomía completa de la mujer. Antes de tocar un seno por vez primera, melones, melocotones, duraznos, ya me lo habían anticipado. Antes de embriagarme en una boca, fresas, chirimoyas, mangos, ya me lo habían contado. Antes de conocer el bosque pélvico y la noche vaginal, papayas, patatas, almejas, ya me lo habían figurado. Antes de rendirme a la piel canela de mi primer amante, café, cacao, almendras, ya me lo habían antelado. Aprendizaje que llegó solo, guiado de la curiosidad, el despertar sexual y mis lecturas de Las Mil y una Noches, Cien años de Soledad, El Decamerón, Elogio a la Madrastra, entre otros. Mi mercado fue una fiesta de sentidos. El llamado de la naturaleza. Sensualidad pura.

thTengo la gran fortuna vivir a algo más de un kilómetro del Mercado Modelo de Magdalena del Mar, al que voy por lo menos tres veces por semana, caminando ida y vuelta. Punto obligatorio para todo amigo extranjero que visita Lima y me recluta como guía. Un laberinto en donde lo mejor que te puede pasar, es perderte. Cientos y cientos de puestos, galerías varias, restaurantes, con todo lo que se te pueda antojar. Un japonesito de Okinawa con un ramen muy a su tierra. Un octogenario con la receta de la chanfainita más chanfainita que puedas hallar –lleva cincuenta años preparando el mismo plato, todos los días-. Un experto en cafés que es la delicia de todos los árabes que salen de la Mezquita de al lado. Shawarmas de pollo y cordero, alguna vez miradas con recelo, y hoy el sustento de emprendedores indios, sirios, etíopes, egipcios. Chinos de Cantón fieles a su pato asado, wantanes, siyau, verduras, kiones, siu-mais; y los otros, tusanes a la moda dueños de los chifas más lujosos del lugar. Serranas encantadoras y dicharacheras, las eternas caseras, especialistas en papas, menjunjes, caiguas, berenjenas, coles, espárragos, palmitos y paro de contar. Evangelistas orgullosos del lustre de sus manzanas, naranjas Huando, ciruelas, moras, y todas las frutas que no cupieron ni en el Gran Arca ni en el Evangelio. Carniceros como mi amigo Renzo Pro, con cuchillos como navaja, ufanos de su tierna picanha, bife de chorizo, bistecks, lomo fino y todos los cortes que el imaginario ha querido nominar. Traficantes de sueños, piratas de costa, con los últimos estrenos en formato DVD (dos soles la unidad) o Blu-Ray (cinco por veinte soles). Cevicheros, fontaneros, electricistas. Pollerías, juguerías, peluqueras. Jugueterías, mueblerías, veterinarias. Yerberos, brujos, sanadores. Pescadores, ovejeros, cuyeros. Monjas, bufones, charcuteros. Bellas, feas, chancletudas. Eso y más es mi mercado. No ideal, real. Un universo a donde confluimos casi todos, para vernos, para hablarnos, para tocarnos, para olernos. A ver si pueden presumir de lo mismo Cencosud o Plaza Vea.

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