jueves, 1 de agosto de 2013

De por qué las mujeres se enamoran de los hijos de puta

 

polisi-jadi-gigoloQuien ha nacido en un país medianamente machista, se perfila para ser un hijo de puta con las mujeres. El medio lo predispone. Los padres lo encaminan. Las novias lo justifican. Quizá, de alguna manera, yo también lo fui en mi época juvenil, sobre todo la universitaria y la del exilio voluntario en los Estados Unidos. Puse los cuernos, aunque también me los pusieron, y la verdad sea dicha, no me siento orgulloso. Por lo menos tuve la decencia de mantenerlo en el anonimato, de no confundir los sentimientos, de no destruir el autoestima de la parte afectada –nunca se enteraron, porque nunca lo conté-. Es terrible cuando te engañan. Caes en depresión, te enteras que también llora el alma, y le agarras pánico al miedo. Sí, es el miedo a sentir miedo, a caer en el abismo, a enajenar la mente, a no querer vivir y tener que hacerlo. Miras al techo, y te repites una y otra vez: –Esto no me puede estar pasando a mí. ¿Por qué a mí?

thTodo eso lo saben las más de las mujeres, al menos en teoría, a partir del siglo XIX, cuando se masifica la cultura. La poesía, el teatro, la novela, el cine, etc., están llenos de historias truncas, de mujeres engañadas; de chulos, vividores, abusivos, caraduras y toda esa fauna de hijos de puta que solo saben dañar. No obstante, los siguen prefiriendo. Recuerdo de una enamoradita, allá por los 90, que gustaba de usar muchas pulseras. La razón eran sus cicatrices en ambas muñecas. Había querido quitarse la vida cuando su esposo la dejó por otra. Se iba a «desgraciar» por él. ¿Increíble, no? La próxima vez –le dije-, mete las manos en agua tibia, así, te aseguras un desangrado mortal. No me juzguen mal, como dice el refrán árabe, «todo está escrito, nadie muere en la víspera». Su intención no era morir, sino retenerlo a cualquier precio, sin importar todo el mal que él pudiera causarle. A las pocas semanas de salir juntos, no tuve más opción que dejarla. No paraba de compararme con él. Hubo buen sexo, es verdad, pero la piel no lo es todo. La última vez que la vi, me dijo que le había traído buena suerte. Se volvió a casar, tener otro hijo y hacerse cristiana. Amén. 

imageNo toda la culpa puede ser imputable a ellas. Mucha parte de la misma la tienen los hombres de bien («hombres» a secas, respetando el principio confucionista de la rectificación de los nombres). Tímidos, o incapaces de avanzar sin la certeza de ser aceptados, le dejan la cancha libre a los otros. Ellos sí que no tienen vergüenza ni escrúpulos para aprovecharse de esa necesidad tan humana de compartir la vida. De juntar algo. De entregar, para ser (me entrego, ergo sum). No es que los prefieran así, es que son los primeros en sacarlas a bailar, sin hacer remilgos ni ascos a sus humanos defectos. Claro, la intención es subrepticia. Y cuando lo sepan, ya será demasiado tarde. Muchas veces, pesará más «el qué dirán». El miedo al miedo. La incertidumbre ante el futuro sin él –que sin lugar a dudas, en todos los casos será mejor-. Todo esto me viene a la mente, ahora que me entero del inminente divorcio de una persona cercana cuyo nombre no puedo revelar. Finalmente, el vividor de su marido le ha pedido el divorcio. No por él. Su amante de turno le ha exigido que deje a su esposa si quiere que se la siga tirando, y le siga comprando gemelos y corbatas de seda. En casi diez años de matrimonio, Pietro ya logró una importante posición socioeconómica, acaba de comprarse un lindo auto alemán, y el departamento se lo han cotizado en algo más de medio millón de dólares. Obviamente, el dinero vino de los padres de ella. Y de ella, vino también la dignidad. Le dijo que se quedara con todo, que no quería nada más que la custodia de su mejor hija. Y él, le respondió que no se preocupara, que agradecía su desprendimiento, porque había pensado en irse a vivir a casa de su mamá. Como dicen los argentinos, ¡qué hijo de puta! 

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