martes, 24 de febrero de 2009

El valor de la confianza

 

Cajamarca Por motivos estrictamente laborales, se me encargó la semana pasada visitar ciertos municipios distritales del departamento de Cajamarca. El viaje de Lima a la capital de Cajamarca sería en avión, y de ahí para adelante, en bus –o al menos, eso tenía entendido-. La idea era llegar al distrito de Colasay, provincia de Jaén, bien bien al norte, casi casi rozando la frontera con la hermana república del Ecuador. Desconocedor de la ruta, me informaron en la Plaza de armas, luego de arribar en un cómodo avión de LAN Perú, que el viaje me tomaría unas tres horas. Más que satisfecho por la noticia, me enrumbé a la estación de buses, y cogí el que va para la provincia de Chota. Por las malas condiciones del camino, me tomó aproximadamente 6 horas llegar allí. Ingenuo de mí, aunque más bien lindando con pelotudo, pensé que estaba a pocos minutos del bendito distrito, pero no, debía ahora tomar una combi hacia la provincia de Cutervo, a las seis de la tarde, por una vía definida como «trocha carrozable», es decir, más polvo, oscuridad, huecos, ganado, piedras, vueltas y precipicios que San Puta. Cinco horas más de tortura al ya adolorido hueso cóccix.

 

vista_hostal Lo importante era llegar en una sola pieza, y gracias a Dios, llegué. Con suerte, pude conseguir un hostal abierto a 25 soles la noche, con televisor con cable y agua caliente (eso fue lo que me dijeron, eso sí, me rogaron que no me acabara el agua caliente, si tenía pensado tomar un baño). El colchón, más duro que poto de muñeca, y el televisor, minúsculo, sin control remoto para poder cambiar los canales desde mi cama. Automáticamente, pensé en la venganza, y mientras me desvestía con un frío de la pitri-mitri –habrían unos 8º centígrados de temperatura-, me metí al baño dispuesto a acabarme todo el agua de la terma. La ducha, el inodoro y el lavatorio descansaban bajo un mismo suelo de losetas del más bajo presupuesto.

–¡Nicaragua! –exclamé-, aquí no me baño ni así me paguen, por la con… de su madre.

Y cual gato, me acicalé cuanto pude, con agua del caño –léase, grifo-. Lo importante era descansar y ojalá dormir, porque las combis salían con dirección a la provincia de Jaén, mi próximo destino, a las cinco de la madrugada. Caballero nomás, a cerrar los ojos y pensar en mi cama de Lima.

 

2OR500818 Resignado a pasar otras seis horas en un auto maloliente y más repleto que el sanguche con pollo de Don Lucho –los vecinos de San Miguel, saben a lo que me refiero-, y de ahí, tomar otra combi para Colasay, a unas tres horas de Jaén, pude presenciar una historia fantástica. Cuando la geografía empezaba a cambiar de serrana a selvática, una señora hizo parar el auto y le entregó al cobrador una bolsa de tela, que contenía una vianda y una botella de Coca Cola, llena de algún tipo de bebida de la región, color terroso. Y seguimos avanzando por caminos sinuosos e igual de malos, por alrededor de una hora. En eso, avistamos a un viejecito, que arreaba a un grupo de aburridas y podongas vacas de raza indefinida. No podría descifrar su edad, pues sus arrugas eran muchas y profundas, su joroba prominente y su andar pausado. Sin embargo, su sonrisa era infantil, y su gesto, inocente como el de Adán antes de probar la manzana de Eva y abandonar lloroso el Edén.

 

CONFIANZA Entonces, el chofer detuvo el vehículo, y le pasó la referida bolsa de tela, que contenía su esperado y bien merecido desayuno, aún tibio. Ante mi cara de sorpresa –más bien, de turulato capitalino-, el chofer me explico que en unas horas, otra combi le llevaría su almuerzo, y más tarde, la cena, porque esa era la costumbre. Aquel viajero, pastor de vacas, viejo como la especie humana, caminaba tres días de ida, y tres de regreso, llevando y trayendo reces, y todos los transportistas tenían por regla alcanzarle su comida, que su hija o su esposa, le preparaban en distintas horas del día, a fuego de leña. El pobre ganadero sabía que su comida siempre llegaría. Su mujer y su hija, sabían que la comida que le preparaban con esmero y amor, le llegaría. Los choferes, que cubrían la ruta en horas del desayuno, almuerzo y cena, respectivamente, sabían que llegaría. Los pasajeros que viajan en las combis, casi todos de la región, sabían que le llegaría. Confiaban que así fuera, y así mismo era. Un nivel de confianza en el prójimo que rara vez he visto, y que me llenó de alegría presenciar. Aquí en Lima, esas cosas nunca pasan, ni pasarán. Hemos sacrificado nuestra noble naturaleza humana por un individualismo a ultranza, que nos condenará a una soledad impuesta por nuestros miedos y desconfianzas. Es verdad, casi se me borra la línea del trasero, de tanto viaje incómodo y saltarín, pero si voy a encontrarme con otra historia así de atípica, de muy buen grado lo volvería hacer, y así, una y otra vez.       

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