Etienne era uno de los estudiantes más brillantes de la universidad, y también, una de las personas más brillantes que había conocido, hasta ese entonces. Si alguien de nosotros, algún día, podría llegar a la categoría de genio-loco, era sin dudarlo, él. Me encantaba cruzarme con él, en los pasillos de la facultad, y seguir con nuestras clásicas discusiones bizantinas, acerca del amor, Dios, la inmortalidad, el alma humana, los vampiros, etc. Siempre tenía un punto de vista inusual, y sin embargo, coherente, racional, convincente. Ya por entonces, yo disfrutaba mucho haciendo las veces de Advocatus Diaboli. Me reñía constantemente, acusándome de ser un gran pendejo (pendejo a la peruana, todo lo contrario de la versión mexicana), porque nunca tomaba partido por ninguna posición ideológica, y si opinaba, era para dar la contra, y sentir placer, cuando hacía que mi opositor se contradijera. Bueno, puedo decir a mi favor, que algunos disfrutan halando cometas; lo mío, por aquel entonces, era la polémica de cafetín.
Aunque ya no nos vemos hace unos buenos años, y he perdido por completo su rastro -la última vez que lo vieron, fue dando una pequeña charla en una librería del Barrio Latino de París-, hoy más que ayer, me puse a recordarlo. La razón: me crucé sin querer con su ex esposa en un supermercado sanisidrino, mientras compraba algunos productos perecibles para el menú de la semana; la elegante y rubilinda María del Pilar Valle-Riestra, ex de Schlamauss, que es como se apellida Etienne. Me reconoció al instante, y como viejos amigos, empezamos a hablar del pasado. Me acompañó a terminar con mis compras, llevamos las bolsas al estacionamiento, las ordenamos en la parte posterior de la camioneta, y nos dirigimos a la cafetería que teníamos frente a nosotros. No les voy a dar el nombre del lugar, porque el café fue algo que no volvería a repetir. Me cobraron como si me hubieran servido una copa de J.W. blue label, cuando era un café robusta más amargo que la caca de Pitufo Gruñon. En fin, esas cosas suelen pasar hasta en las mejores metrópolis.
Luego de una divertida charla de casi dos horas, nos despedimos con besos y abrazos, y prometimos llamarnos el fin de semana siguiente para volver a recordar -sanamente- viejos tiempos. Ambos sabíamos muy en el fondo que eso no iba a ocurrir. Ella es una mujer felizmente divorciada presuntamente decente, y yo, un hombre felizmente casado presuntamente decente también. Además, nos habían reconocido un par de personas que también estaban tomando café allí, asi que, si no le poníamos un rápido stop a todo ello, las malas lenguas iban a empezar a inventar e inventar e inventar. Es una pena que en Lima casi nadie crea que un hombre sí puede ser amigo de una mujer, y no por ello, querer llevársela a la cama, y viceversa. En fin, c´est la vie. Digamos ahora, que lo que hizo extendida la plática, fue conocer los pormenores de su fallida relación matrimonial.
El buen Etienne siempre se ufanó de ser todo un caballero a la vieja usanza, absolutamente detallista, extremadamente atento con toda fémina que trataba con él. Decía que el amor se manifestaba en el detalle, así por ejemplo: en caminar al lado derecho de tu acompañante, en abrirle la puerta del auto, en siempre pagar la cuenta, en nunca olvidar un ramo de rosas o flores -según la estación y los ánimos- en cada cita que tuvieran, entre muchos otros casos. Yo lo escuchaba, y honestamente, le creía. Eres todo un galán, le decía. ¡El último de los galanes, carajo! Hasta que se casó con Maripi. Fue ella misma, y no un observador, quien me contó de la manera más objetiva, lo que fue vivir con él, sobretodo los últimos dos años. Una persona fría, predecible, temperamental, ofensiva. Qué lejano, de aquel romántico que había conocido. Bueno, habría que escuchar la versión de Etienne. Pero, si me preguntan a mí, creo que Maripi no exageró ni así. Son rarísimos los casos de "galanes" donjuanezcos, que no sean su antítesis luego de comprometerse. La costumbre, la rutina, o no sé qué, los vuelve tanto o más fríos y apáticos que aquellos que se mostraron simples, burdos, planos, al momento de declarar su amor a alguien. Al menos estos segundos, nunca mintieron, mantuvieron siempre su forma de ser. Los otros, fueron actores hasta que se bajó el telón.
Y es que, una cosa es la opinión, la teoría, y otra muy distinta, la práctica. ¡Mujeres del mundo, oídme! No se compliquen la vida buscando un unicornio en una manada de burros. Los hombres casados somos seres simples, pedestres, que sólo queremos estar tranquilos y pasarla bien, en la medida de lo posible. En otras palabras, no queremos que nos jodan a cada rato. Ya no estamos para conquistar ciudades sitiadas en su nombre, ni montar estrellas fugaces con su nombre. BIen decías, querido Abelito de Manhattan, «el matrimonio es el descando del guerrero».
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