Cuando era más muchacho, digamos que un imberbe de unos 10 ó 12 años, no entendía a qué se refería mi papá cuando afirmaba que era a la memoria, a lo que más le temía. Y no lo supe, sino hasta después de su muerte, un segundo de mayo de 1999. La memoria humana nos hace recordar, a quien ya no está con nosotros, y sufrimos. Es la memoria, quien nos revive engañosamente a quienes ya se fueron, tanto vivos como muertos, y nos duele aquí adentro. Bien cantaba Miguel Bosé en el disco Laberinto: «no encuentro un momento pa´ olvidar». También lo apreciamos en la obra del Gabo, El amor de los tiempos del cólera, pues una de las dos historias principales de la novela, es la de un amor secreto que culmina en la muerte elegida por un hombre que ha querido ponerse a salvo «de los tormentos de la memoria». He llegado a pensar, a veces, que la enfermedad del Alzheimer no es más que una respuesta psicosomática del cuerpo humano, para olvidarlo todo, una suerte de morfina espiritual, y así, ya no sufrir más. Bueno, estoy especulando, que si pudiera levantarse de su tumba el doctor Alois Alzheimer, me daría un piñazo por insolente.
Si hay algo que no me gusta en esta vida, es el hecho de despedirme. He sido duramente criticado -cuando he dejado algún país- por los amigos que dejaba (y de quienes no me despedía, o no asistía a las despedidas que generosamente me organizaban), y es que no soporto las despedidas, las caras tristes, las lágrimas, los adioses. No es para mí. La última vez que vi alejarse a mi esposa he hijo, luego de despedirnos en el Aeropuerto Internacional de San Francisco, casi me quiebro en más de cuatro. Igual me ha pasado con mis mejores amigos. Contrario sensu, que alegría tiene uno, cuando un amigo vuelve. Dicho sea de paso, «amigo» es una de las palabras más entrañables de nuestra habla. De hecho, la palabra amistad viene del latín «amicus»; amigo, que posiblemente se derivó de «amore»; amar. Aunque se dice también que amigo proviene del griego «a»; sin y «ego»; yo, entonces amigo significaría «sin mi yo», con lo cual se considera a un amigo como al otro yo. Un ejemplo clásico de la amistad lo encontramos en la tragedia griega la Orestiada, concretamente la segunda obra, Las Coéforas, del genial Esquilo, donde se cuenta la gran amistad entre Pílades y Orestes.
Hoy precisamente, tuvimos mi familia y yo, un estupendo almuerzo en los bucólicos alrededores de Los Álamos de Monterrico, en Santiago de Surco (la casa, a orillas del cerro parecía un retiro suizo). El motivo principal: la llegada de una de las personas que más aprecio, Abel Antonio Cárdenas Tuppia. Luego de 5 años como cónsul del Perú en la ciudad de New York, le ha tocado volver para trabajar 3 años en la Cancillería peruana, es decir, en las oficinas de Lima. Somos grandes amigos desde 1992, cuando ingresáramos juntos a la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas. Hoy, con seguramente más de 20 kilos de más (cada uno), un centímetro de menos de estatura, una que otra raya de tigre, algunos cabellos canos y el mismo humor de siempre, volvemos a coincidir en Lima, luego de algunos años en el exterior. Hemos cambiado, lo notamos a simple vista, pero que igual que nos vemos, también.
Quizá es muy temprano para preocuparse, pero si tuviera que pasar por una desgracia bíblica similar a la del pobre Job, no dudaría ni un segundo en escoger el Alzheimer, más que perforarme los ojos, como el Edipo de Sófocles, para ya no ver. Ahora que lo recuerdo, fue también don Fernando de Szyszlo Valdelomar, el gran pintor peruano, quien me confesó que era a la memoria, a lo que más temía, luego de la muerte de un gran amigo suyo, don Luis «Cartucho» Miró Quesada (RIP). Incluso, Mario Vargas Llosa, en 1994, año de su muerte, le dedica un artículo titulado El Último de los Justos, donde señala: «La amistad es tan misteriosa como el amor -menos intensa y efervescente, desde luego, pero también menos traumática y con frecuencia más duradera-, tan indispensable como éste para resistir la adversidad, sobrellevar la vida y enriquecerla con ideas y emociones, para mantener despierta la ilusión y renovar la energía que se gasta en el combate cotidiano. Tratar de explicarla es imposible, porque hay en ella tanta razón como sinrazón, tanto azar como oscuro mandato del inconsciente». No es justo esperar a perder a un ser querido, para homenajearlo y celebrarlo
Hoy y mañana, toca celebrar al amigo que se fue, para volver (y que felizmente no perdí, como se lamenta Jaime Bayly Letts, en su novela Los Amigos que Perdí: «espera a que suene el teléfono. Pero el teléfono no suena y no sonará. Porque Manuel ha perdido a esos amigos que quisiera que le llamen. Los ha perdido porque fue torpe y egoísta con ellos, porque se inspiró en ellos para escribir unas novelas que le hicieron famoso pero lo condenaron a la soledad, al silencio y a la indiferencia de esos amigos que ahora echa de menos»). Brindo por ti, Abelito, viejo amigo, y que estos tres años que nos quedan por delante, en las calles de Lima, se vuelva a saber de nosotros, y volvamos a hacer Historia. Como antes.
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