jueves, 20 de diciembre de 2007

¡Qué día de mierda!

Amanecí temprano, había que dejar a André Vladimirovich, mi hijo de 4 años, en el kindergarten. Y luego, cumplir con el recado que había estado postergando toda la semana, y la semana anterior, y la anterior: comprar el arbolito de navidad, y todo ese universo decorativo que lo envuelve. Tengo que agregar que éste es el primer año completo de residencia en Lima, luego de seis años de vivir en los United, independizado además. Como fuere, me puse como tarea para hoy miércoles cumplir con esa promesa pendiente. Entonces, me vestí de la manera más sencilla posible, até los pasadores de mis zapatillas Adidas -uno nunca sabe cuando tiene que salir corriendo como alma que lleva el diablo- y seguidamente fuí al baño porque adonde iba los baños públicos cobran por usarlos, asi sea para lavarse las manos. Finalmente, guardé mi reloj de pulsera en un bolsillo del blue jean. Bajé al zótano del edificio y me subí a mi camioneta -una modesta Toyota Rav4-. Aunque con un sol incipiente, me pusé mis lentes de sol Oliver´s People y enrumbe para el centro de Lima, más precisamente, Mesa Redonda. Me habían dateado que de la misma fábrica de árboles artificiales de pino, los llevaban allá para venderlos al mayoreo. Y lo mismo sucedía con los benditos adornos.Seguir por la Avenida Brasil no está tan mal. Aunque con algunos baches y demasiados semáforos, se avanza rápido. Pero de ahí, seguir por el Paseo Colón es todo un martirio chino (sí, el mismisimo desgarro de testículo derecho atado con hilo de pescar, amarrado del otro extremo a un ladrillo arrojado desde lo alto de una torre), los choferes de las combis, los micros y los taxis son los peores conductores de la tierra. Pero sobreviví todo ese trayecto, incluso el carril para vehículos particulares de la Vía Expresa de la Av. Grau. Una vez, por el pequeño grifo del Jr. Huanta, a la altura de la Facultad de Medicina San Fernando, volteé a la mano izquierda con dirección a la Av. Abancay. Ni bien había terminado de recorrer una cuadra, siguiendo por el carril izquierdo de la vía, puse mi luz direccional y empecé a voltear a la mano izquierda, como era lógico. No había avanzado más que unos centímetros dando la vuelta, cuando un bus de dos pisos, interprovincial, de huachafísimos colores amarillo y blanco, me rompió el espejo lateral, me abolló el guardafango y me descuadró la puerta del copiloto. Era mi primer choque en Lima -luego de mi regreso, se entiende-, y ya estaba al borde de un ataque de nervios. Caballero nomás, tenía que enfrentar la cuestión de la manera más rápida. Apagué el motor, puse mis luces intermitentes, las de emergencia, y me bajé para pararme al frente del inmenso bus. Memoricé al instante su placa de circulación y le dije al chófer, que me miraba turulato: vas a tener que pagar, nomás. En cosa de segundos, bajarón dos tipos contundentes del referido bus, para tratar de atarantarme, asegurando en voz alta que todo era mi culpa, por haber querido avanzar más rápido que ellos. ¡Plop! ¿Asi? -los cuestioné, cachosísimo-. Bueno pues, vamos a ver. Tengo todo el tiempo del mundo, y soy abogado, si creen que me van a querer cojudear. Saqué mi teléfono celular del bolsillo del pantalón y les dije que en ese mismo instante estaba llamando a la policía para que sea ella quien determine la culpabilidad del choque, se hagan los dosajes etílicos correspondientes, se verifiquen las licencias de conducir y los seguros vehiculares respectivos, y se haga la denuncia policial del caso -¡podré tener cara de cojudo, pero ni un pelito, cabrónes!-.
Era una cuestión de oportunidad, darel primer y mejor golpe. Si me hubiera quedado callado, y me hubiera intimidado por su primera postura algo matonezca, ahora mismo estaría invirtiendo el dinero de los regalos en arreglar mi camioneta. Ni cagando.
Aunque hubo un tira y afloge en cuanto a dónde ibamos a arreglar el daño, hice caso a ese viejo dicho abogadil: es mejor un mal arreglo, que un buen juicio. Si me las daba de exquisito, los tipos me habrían mandado a cosechar rábanos y quedarme sin soga ni cabra. Como no me querían pagar lo que les pedía, fuimos hasta su terminal, en Fiori. Casi, casi, el culo del mundo. Me las jugué, es verdad, porque por ahí nomás quedaba, si hubieran querido robarme. Igual, antes de empezar el viaje hacia el terminal con el chofer del bus y el hijo del dueño de la empresa, llamé a cuantos pude para decirles adonde iba, y con quienes iba. Hombre precavido vale por dos.
No sé quien sea el alcalde del distrito de San Martín de Porres, provincia y departamento de Lima, pero es un hijo de puta, con todas sus letras y en negrita. Todas las pistas están destrozadas, no hay una sola que esté en buen estado y sin unos cráteres que son la envidia de La Luna. La basura se ve por todos lados, en las pocas zonas verde-gris están durmiendo drogadictos o locos ambulantes. No hay paradero donde harapientos niños de hasta incluso 2 ó 3 años de edad te están vendiendo caramelos o te piden limosna con cara de no haber comido hace una semana. No sé como es Calcuta, pero esta imagen de extrema pobreza me da una idea más clara. Ahora, la cantidad de negocios, tiendas, comercios, fábricas, talleres, factorías, es abundante, y esa gente tributa; la verdad, no sé adonde va ese dinero. Lo que se paga por las licencias de funcionamiento, por el otorgamiento de licencias de construcción, los arbitrios municipales, el impuesto predial, etc. Está bien ser ladrón, pero tampoco hay que exagerar.En fin, fui donde su planchador, quien con una rapidez impresionante, en cosa de 3 horas, minuto más, minuto menos, me reparó el espejo, me planchó prolijamente el tapabarro y me cuadró la puerta. Y todo por cincuenta soles. El tema de la masilla y la pintura iban a significar otro día, y unos cien soles más. Con el respeto que se merece la gente que vive en esa zona, yo no estaba dispuesto a volver, asi me lo hubiera hecho gratis. Me quedé con los cien soles que hubiera costado pintarlo donde don Tomás -ese es el nombre de este hábil artista, donde el taller Tomasini, para quien lo quiera visitar o dude de la veracidad de esta historia-.
Llamé a la factoría de un amigo mío, Alberto Rey de Castro, cerca de mi casa, y concertamos en un precio razonable por el trabajo. Sin duda, los cien soles no iban a alcanzar, pero al menos el daño en mucho había sido cubierto, y exigir más, era arriesgar lo que ya había conseguido.
Pregunté bien la forma de volver a casa, y me despedí con un abrazo de todos. Lo cortez, no quita lo valiente, como decimos por aca. Arranqué lo más rápido que pude, pues el aire acondicionado, porque abrir las ventanas implicaba llenar de polvo el interior, y empecé a disfrutar del hecho de tener una 4x4, porque eso era trocha, y peor.. Llegué hasta la Autopista Panamericana Norte, y de ahí hasta la altura del aeropuerto internacional Jorge Chávez, luego la Av. Elmer Faucett, después la Av. La Marina, y ya estaba casi en casa.
Moraleja: si vas al centro de Lima a comprar o pasear, deja tu carrito en casa, y tómate un taxi. La primera y la última, por mi maresita (algunas cosas se pegan).

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