Fue domingo por la tarde. Sí, ayer 13 de enero. Con algo de ruido en las tripas, por el hambre que empezaba hacer, pues eran eso de las dos de la tarde, fuimos en búsqueda del Colegio Peruano-Ruso, "Maximo Gorki". Nos dijeron bien, que estaba a la altura de la cuadra 15 de la Av. La Marina, pero no precisaron si era en el distrito de Pueblo Libre, o de San Miguel, es decir, o al lado izquierdo, o al lado derecho, de dicha vía principal. Empezamos mal, le hice caso a mi mujer, y fuimos para el lado de Pueblo Libre, o sea, al izquierdo -o también siniestro-. Significaron 30 minutos de dar vuelta y vuelta en la camioneta por el vecindario, preguntando en toda bodega, vigilante o transeunte que veíamos en la vía, dónde quedaba el susodicho colegio. Hasta que al fin, uno conciencudo guachiman (versión peruana de watch man) nos informó que estaba del otro lado de la avenida, es decir, a la mano derecha, o sea, en San Miguel. Si bien mi mujer, para pasar piola, me había sugerido con volver a la casa y visitar un restaurant de algunos tenedores cuando aún estábamos perdidos, callé y no le hice mayor comentario. En un domingo, todos queremos descansar y pasarla bien. Total, ya estabamos a unos cuentos metros.
La mera verdad, esperaba más del colegio, porque aún está en construcción. Sin embargo, es encomiable el esfuerzo de un grupo de residentes rusos, para sacar adelante este proyecto educativo, que recibe poco, o casi nada, de la ex potencia hegemónica, es decir, Rusia. Quizá si lo rebautizan como Colegio Vladimir Putin, tengan más atención y apoyo de las autoridades moscovitas, o de su embajada de San Isidro, que dicho sea de paso, es una de las más suntosas en el país.
Una vez dentro, fuimos al patio donde estaban todas las mesas convenientemente arregladas para la ocasión. Manteles azules, sillas plásticas bastante cómodas, servilletas de papel, y demás. La vista, nada mal. Más de una rusheika generosa en carnes, culiparada, carilinda, rubicunda, ojiclaros, y así. La raza eslava es famosa por sus bellas féminas. Es decir, un pequeño banquete para la vista y el paladar, o como bien lo llama un cómico caribeño: un especta-culo. Al lado, una mesa llena de ensaladas eslavas, ceviche peruano, pelmeni, panqueques rusos rellenos de carne molida o mermelada, chicha morada, gaseosas, anticuchos, canchita serrana, cerveza Pilsen Callao, y el infaltable vodka, en este caso, uno de origen ucraniano, llamado Russian Shot.
Felizmente, habíamos concertado con un animado grupo de amigos peruano-rusos, con vernos ahí. Con casi una hora de retraso, nos dieron el encuentro. Olga, Marina, Carlitos, John y Gerson, gentes de primera, y no lo digo por ser mis amigos.
Al poco rato, llegó un grupo compuesto por 5 mariachis, para cantarnos música mexicana. Se notaba que le echaban ganas, pero todas las canciones les quedaron grandes, todas, y más aún, Cucurrú Paloma. Sólo una pareja, ya subidita de tragos, y de años también, se animó a bailar, imitando una corrida de toros. Ni cortos ni perezosos, los pseudo-mariachis anunciaron un breack de cinco minutos, y fueron derechito a la mesa a comer cuanto les cabía en el estómago. Total, los músicos, donde vayan, siempre comen gratis, muy aparte del costo de la contratación.
No sé como le hicieron, pero no se los volvió a ver. Creo que se ofendieron, porque nadie les prestó mucha atención. Como fuere, si te están pagando, a tocar nomás. Pero como estábamos más que animados, hicimos como si nada hubiera pasado. Entonces, empezó a sonar la música rusa. Y al unísomo, a rondar las botellas de vodka. Parecía competencia de mesas, porque mientras nosotros íbamos por la segunda botella, la mesa del frente, con un par de monumentales camaradas, iba por la cuarta botella.
Qué tal vodka, un balazo calibre 42´ directo al cerebro. Una porquería. Claro, cuando uno está en ambiente, toma y toma. Pero ya al frente, la gente empezaba a caerse, como semi muerta. Una pobre peruanita, chaparrita, culonzilla, cobriza -o de color humilde, como dice un amigo mío-, parecía en trance vudú, o lo que es lo mismo, poseída por el Maligno, mientras que su marido, un corpulento ruso, le acariciaba el culo a la enorme rusa con la que bailaba. Y el fruto de ellos, un niño de 10 años, más o menos, no paraba de llorar y de patear las sillas, indignado, y con obvia vergüenza ajena. No debería decirlo, pero fui donde él, le mentí afirmando que era médico, y que su madre sólo estaba algo mareada, que con un poco de descanso, y mucha agua, iba a quedar como nueva. Creo que me creyó, porque fue a comprar una botella de agua, y ya no lloró más, hasta que -a su madre- se la llevaron a su casa.
Debí haberme dado cuenta, pero seguí bebiendo con los amigos, entre risa y risa, y por qué no, baile y baile. Ese trago es dinamita pura, trinitotrolueno o nitroglicerina líquida. Recién a las dos de la madrugada me pude dormir, porque el dolor de cabeza me estaba matando. Sólo en mi época universitaria, cuando comprábamos tragos de fantasía, baratísimos, y de dudosa procedencia, terminaba con un dolor así. Y eso, hace más de diez años atrás. Podré ser tiltado de aburguesado, pero un buen trago, es garantía de un dencanso feliz y sin complicaciones.
¿Que si volvería a estas reuniones? Por supuesto que sí. Pero ya no compraría vodka ahí. Sé que es corcho libre, asi que me llevaría mi botellita escondida. Por lo demás, aunque con sabor a bacanal, la diversión está asegurada.
Nastarovia, desenfadados miembros de la comunidad peruano-rusa, a la que sin querer, también pertenezco. Y a mucha honra, hip-hip.
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