Empezar una novela, con una
frase de Heráclito de Éfeso, El Oscuro,
nos anticipa el hilo conductor de la historia. Este filósofo presocrático solía
lamentarse de que la mayoría de la gente vivía relegada a su propio mundo,
incapaz de ver el mundo real. La
Invención de la Soledad es una novela de dos partes, publicada en 1982. La
primera, titulada: Retrato de un hombre invisible, y la segunda: Libro de la
Memoria. Trátese, pues, de una novela autobiográfica desarrollada luego de la
muerte de su padre, Samuel Auster, en enero de 1979. Los verdaderos nombres no
se disimulan. Aparecen como tales, su padre, Sam Auster, su hijo, Daniel Auster
(de su primer matrimonio, con Lydia Davis), y claro, el narrador en primera
persona en singular, Paul Auster. Es, también, un póstumo ajuste de cuentas. Ya nos lo
había adelantado Enrique Jardiel Poncela: por
severo que parezca un padre juzgando a su hijo, nunca es tan severo como un
hijo juzgando a su padre.
Auster necropsia las
miserias de un cadáver que ya no se puede defender. Se remonta a un crimen que
se mantuvo oculto –el parricidio de su abuela, Anna Auster, contra su abuelo,
Harry Auster-, y la cuasi venganza de su tío abuelo, Sam, contra su abuela,
Anna –intentó matarla-. Ciertamente, un hecho humanamente olvidable. Aunque este
infeliz suceso, por lo atenuado, logró el veredicto absolutorio, a favor de la homicida.
Esta sería la causa-raíz de la naturaleza solitaria, anodina, avara y
hasta deleznable de su padre, Sam. La novela abunda en ejemplos, que le
aseguran al autor, la complicidad del lector.
Khalil Gibran, ha dicho, en
El Profeta: ¿Cómo podría habernos visto,
sino desde una gran altura o una gran distancia? ¿Cómo se puede estar cerca de
verdad, a menos que se esté lejos? Ha sido necesaria una mayor distancia,
para exhumar el cuerpo de Sam Auster. Aunque debemos admitir, que esta revancha
ha dado fecundos frutos. Baste recordar un fragmento de otra de sus obras, Twenty Days With Julian & Little Bunny,
by Papa, donde afirma: En su modesta,
inexpresiva forma, Hawthorne se las ingenió para lograr lo que cada padre sueña
con hacer: mantener a su hijo vivo para siempre. Este reclamo frente al
abandono –emocional- del padre, abonará su obra. En este sentido, hay que decir
que, si alguien tiene muy mala prensa en la historia de la literatura, son
precisamente los padres. Programados a su rol de proveedores del sustento
familiar, de corregir sin formas, de defender el patrimonio –que, dicho sea de
paso, viene del latín pater (padre)-,
de tomar la armas y partir cuando la patria lo requería, la inteligencia
emocional nunca fue parte del trato. Son rarísimos los casos, en la literatura,
de padres amorosos. Se me ocurre, El olvido que seremos, de Héctor Abad, publicada el 2006, a la que no le auguro
una larga vejez.
Ya casi al final, de la
primera parte, concluye: Al principio
pensé que sería un alivio aferrarme a estas cosas, que me recordarían a mi
padre y me harían pensar en él durante el resto de mi vida. Pero por lo visto
los objetos no son más que objetos. Ahora me he acostumbrado a verlos y he
comenzado a pensar en ellos como si fueran míos. Miro la hora en su reloj, uso
sus jerséis, conduzco su coche; pero todo ello no me brinda más que una falsa
ilusión de intimidad, pues ya me he apropiado de todas estas cosas. Mi padre ya
no está presente en ellas, ha vuelto a convertirse en un ser invisible. Y tarde
o temprano las cosas se romperán o dejarán de funcionar y tendremos que
tirarlas a la basura. Dudo que eso tenga la más mínima importancia. Es de
justos mencionar, que con la parte de la herencia que le correspondió, pudo
salir de sus apuros económicos. Quizá lo entendió luego de su divorcio. La
familia que heredamos al nacer, será la que nos acompañará –o al menos estará
ahí- mientras vivamos. El vínculo de la sangre es el más duradero. Pasar a
segundo plano, y dejar el protagonismo a los hijos, no es inherente a la post
concepción. Quien es padre, lo sabe.
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