martes, 3 de octubre de 2017

Paul Auster, y su Invención de la Soledad



Empezar una novela, con una frase de Heráclito de Éfeso, El Oscuro, nos anticipa el hilo conductor de la historia. Este filósofo presocrático solía lamentarse de que la mayoría de la gente vivía relegada a su propio mundo, incapaz de ver el mundo real. La Invención de la Soledad es una novela de dos partes, publicada en 1982. La primera, titulada: Retrato de un hombre invisible, y la segunda: Libro de la Memoria. Trátese, pues, de una novela autobiográfica desarrollada luego de la muerte de su padre, Samuel Auster, en enero de 1979. Los verdaderos nombres no se disimulan. Aparecen como tales, su padre, Sam Auster, su hijo, Daniel Auster (de su primer matrimonio, con Lydia Davis), y claro, el narrador en primera persona en singular, Paul Auster. Es, también, un póstumo ajuste de cuentas. Ya nos lo había adelantado Enrique Jardiel Poncela: por severo que parezca un padre juzgando a su hijo, nunca es tan severo como un hijo juzgando a su padre.

Auster necropsia las miserias de un cadáver que ya no se puede defender. Se remonta a un crimen que se mantuvo oculto –el parricidio de su abuela, Anna Auster, contra su abuelo, Harry Auster-, y la cuasi venganza de su tío abuelo, Sam, contra su abuela, Anna –intentó matarla-. Ciertamente, un hecho humanamente olvidable. Aunque este infeliz suceso, por lo atenuado, logró el veredicto absolutorio, a favor de la homicida. Esta sería la causa-raíz de la naturaleza solitaria, anodina, avara y hasta deleznable de su padre, Sam. La novela abunda en ejemplos, que le aseguran al autor, la complicidad del lector.

Khalil Gibran, ha dicho, en El Profeta: ¿Cómo podría habernos visto, sino desde una gran altura o una gran distancia? ¿Cómo se puede estar cerca de verdad, a menos que se esté lejos? Ha sido necesaria una mayor distancia, para exhumar el cuerpo de Sam Auster. Aunque debemos admitir, que esta revancha ha dado fecundos frutos. Baste recordar un fragmento de otra de sus obras, Twenty Days With Julian & Little Bunny, by Papa, donde afirma: En su modesta, inexpresiva forma, Hawthorne se las ingenió para lograr lo que cada padre sueña con hacer: mantener a su hijo vivo para siempre. Este reclamo frente al abandono –emocional- del padre, abonará su obra. En este sentido, hay que decir que, si alguien tiene muy mala prensa en la historia de la literatura, son precisamente los padres. Programados a su rol de proveedores del sustento familiar, de corregir sin formas, de defender el patrimonio –que, dicho sea de paso, viene del latín pater (padre)-, de tomar la armas y partir cuando la patria lo requería, la inteligencia emocional nunca fue parte del trato. Son rarísimos los casos, en la literatura, de padres amorosos. Se me ocurre, El olvido que seremos, de Héctor Abad, publicada el 2006, a la que no le auguro una larga vejez.

Ya casi al final, de la primera parte, concluye: Al principio pensé que sería un alivio aferrarme a estas cosas, que me recordarían a mi padre y me harían pensar en él durante el resto de mi vida. Pero por lo visto los objetos no son más que objetos. Ahora me he acostumbrado a verlos y he comenzado a pensar en ellos como si fueran míos. Miro la hora en su reloj, uso sus jerséis, conduzco su coche; pero todo ello no me brinda más que una falsa ilusión de intimidad, pues ya me he apropiado de todas estas cosas. Mi padre ya no está presente en ellas, ha vuelto a convertirse en un ser invisible. Y tarde o temprano las cosas se romperán o dejarán de funcionar y tendremos que tirarlas a la basura. Dudo que eso tenga la más mínima importancia. Es de justos mencionar, que con la parte de la herencia que le correspondió, pudo salir de sus apuros económicos. Quizá lo entendió luego de su divorcio. La familia que heredamos al nacer, será la que nos acompañará –o al menos estará ahí- mientras vivamos. El vínculo de la sangre es el más duradero. Pasar a segundo plano, y dejar el protagonismo a los hijos, no es inherente a la post concepción. Quien es padre, lo sabe.

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