lunes, 23 de enero de 2017

ROMANCE A LA MEXICANA

Siempre tuve –y aún mantengo- una gran fascinación por dos ciudades latinoamericanas y universales a la vez: Buenos Aires (BS AS) y la Ciudad de México (CDMX). A ambas creo conocerlas desde antes del vientre. Sin embargo, es desde mi adolescencia, la consciencia de mi predilección. Las conozco desde la literatura, la pintura, la historia, la política, la gastronomía y sus calles sin fin. Pero sobre todo, desde su gente: porteños y chilangos, respectivamente. Una tiene comienzo, la otra tiene origen (Martín Caparrós dixit). Y ha sido, durante los últimos días de noviembre de 2016, que estuve celebrando la vida por la Ciudad de México, el Estado de México, Puebla, Toluca, Morelos y Guerrero. Ha sido en la megalópolis mexica, de 22 millones de habitantes y 5.5 millones de vehículos –vaya que son un chingo, pero podrían ser más-, he vuelto a sabrosear sus variados tacos (al pastor, de carnitas, de mole, ranchero, de huitlacoche, de nopal, de escamoles, y paro de contar) en modestos puestecillos ambulantes y refinados restaurantes de Polanco, La Roma y La Condesa, acompañado, algunas veces, de una helada Negra Modelo. Escuchar y oír la música norteña con atisbos de narco-corrido en el conurbano, al emblemático mariachi navegando en los canales de Xochimilco, sentado en el Palacio de Bellas Artes (Ballet Folfklórico de México de Amalia Hernández), o a la usanza peripatética en la plaza Garibaldi, y por último, rancheras y rolas en el autorradio del generoso guía, Roberto Monroy Mandujano (romma8@gmail.com), que nos movilizó por los seis estados, en su Nissan Versa.

DÍA UNO.- Hospedados mi señora y yo en un departamento de la colonia Condesa (el barrio de las hermanas Font, en Los Detectives Salvajes, de Roberto Bolaño), delegación Cuauhtémoc, avenida Michoacán, elegimos desayunar omelette de huitlacoche y chilaquiles en sala verde con pollo, frijoles refritos, jocoque y huevos estrellados, en la Fonda Garufa (www.garufa.rest) de Fer, que tuvo la gentileza de platicarnos sobre su restaurante y su ciudad. ¡Para chuparse los dedos, por la Guadalupana! Repletos de sabor, partimos para la colonia Chapultepec Polanco. Parada principal: Museo Nacional de Antropología (ciento treinta pesos por tiquete, para extranjeros). Maravilloso y majestuoso recinto de arte precolombino. El mejor arte lítico de todo el continente americano. No sorprende que esté considerado entre los mejores museos del mundo. ¡Hay tanto por ver! Dignifica al mexicano, su origen, su identidad. Seguidamente, recorrido por el distinguido Polanco y su callecitas con aspecto señorial. El Beverly Hills mexicano. Impresiona la influencia de Carlos Slim, no solo por el Museo Somaya –impresiona su colección de Rodin-, sino por el cambio urbanístico –de industrial a residencial-. Como es día no laborable, la ciudad nos regala una calma que contradice su fama de caótica y congestionada. Abundan el verde, la sonrisa fácil, el gesto amable, las ganas de más. Ahora, al mero centro. No es tarea fácil conseguir estacionamiento cerca al Zócalo. Contrariamente a lo que hubiera imaginado, no abundan las construcciones virreinales, sino más bien, de tiempo republicano. Bellísimas fachadas recubiertas de tezontle, piedra volcánica rojiza de distinguible personalidad. Merecen un tiempo la Catedral Metropolitana, el Palacio Nacional y los murales de Diego Rivera, el antiguo Colegio de San Ildefonso, en fin. Recorrer Reforma e Insurgentes evidencia la vocación imperial (anterior a Maximiliano) de sus padres fundadores. México se hizo para ser grande. Cena en Azul Condesa (www.azul.rest). Independientemente del esmerado y muy profesional servicio, y de la sabrosa comida tradicional, respetuosa del insumo y la historia, el chocolate caliente con chile ancho fue uno de esos descubrimientos, que por un segundo, te equiparan a Rodrigo de Triana gritando «tierra, tierra». Conviene mencionar que la comida mexicana es la única que ostenta la condición de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, otorgado por la UNESCO en 2010. Sobran los motivos.

DÍA DOS.- Desayuno en la Fonda Garufa. Vuelvo a ser feliz. Huevos benedictinos. Café refill. Aromáticos panes recién horneados. La mesera, Lupita (¡mira, qué casualidad!), nos reconoce y nos aproxima a esa enciclopedia de cemento que es CDMX. Destino: Zona Arqueológica de Teotihuacán (tiquete de cincuenta y cinco pesos). Majestuoso. Lo primero que provoca es alcanzar la cima de la Pirámide del Sol. Roberto, nuestro guía, nos espera desde la sima. Por favor, no me pregunten qué es mejor, Teotihuacán o Machu Picchu. Ambas tienen su particular encanto. La Calzada de los Muertos nos conduce hacia la Pirámide de la Luna. Mi favorita, la Pirámide de la Serpiente Emplumada. Eso sí, hay que caminar. Urgidos de cambiar dólares a pesos, nos detuvimos en un bar restaurante a las afueras de las ruinas, que ofrecía como botana sopes de escamoles (larvas de hormiga gigante con mantequilla). Costosos, pero imposibles de rechazar. También conocidos como el caviar de los aztecas. No podían faltar los tacos de nopal y carne ranchera. Chile habanero con precaución. Agua de horchata. Por la tarde, recorrido por el Tepeyac del famoso Juan Diego –ahora santo- y la Basílica Catedral de la Virgen de Guadalupe. Asombra el fervor hacia la imagen santa, venerable, apócrifa, morena. La religiosidad de su interior me transporta a la gran mezquita turca, Hagia Sophia, precisamente. Su diseño modernista rompe con la tradición virreinal de naves, altares, retablos, columnas. Cena franciscana de sopa de tortillas. No debería claudicar, pero unos tacos al pastor, a escasos metros de nuestro hospedaje, me arrastran de la nariz, derrotando mi débil determinación de no comer mucho de noche.

DÍA TRES.- Adversos al riesgo, regresamos a desayunar a la Fonda Garufa. Quesadillas de portobello y queso panela. Por pura gula, fajitas de arrachera. Café y jugo de naranja. Aprovechando que es aún de madrugada, recorremos las zonas pudientes, y vuelvo a admirar y a rendirme ante las líneas, claroscuros y vanguardia de los diseños arquitectónicos de Luis Barragán y Juan O´Gorman. Ya camino al Estado de México, por modernas autopistas, regresan a mi memoria, en desorden, párrafos de Sor Juana Inés de la Cruz, Andrés Fernández de Andrada, Octavio Paz, Sergio Pitol, Carlitos Monsivais, Elena Poniatowska, Laura Esquivel, Enrique Krauze, Carlos Fuentes, Juan Villoro, entre otros. Sí, la cultura me hace un poquito mexicano. ¡Qué más quisiera yo!, como dijera Antonio Machado. Destino: Ejido San Mateo Almolda, Municipio de Temascaltepec. Santuario de la Mariposa Monarca Piedra Herrada. Ochenta por ciento del camino a caballo, veinte por ciento a pie, subiendo una empinada y boscosa colina. Cansa y no poco. Una vez arriba, una extraña paz. Y miles y miles de mariposas naranja y negro, que siguen llegando del norte. Silencio, no las vayas a asustar. «Quítale el flash a tu cámara», me advierte Alena. Recién camino aquí, se evidencia la lucha contra el narco. Convoyes de militares, encapuchados algunos, vigilan las vías interestatales. La placa vehicular de guía turístico nos evita revisiones. Al medio de un pueblecito, un puesto de tacos. La tentación es extrema. Sabor local. Picor regional. Satisfacción general. No queda espacio ni para un grano de arroz. Cerveza Tecate en lata. Caminata por las calles de Condesa y a dormir se ha dicho.

DÍA CUATRO.- Pues sí, desayuno en Fonda Garufa. Destino: Puebla, aunque hemos de apurarnos. Para la noche, compramos por adelantado dos boletos para el Ballet Folklórico de México en el Palacio de Bellas Artes (el edificio más lindo del país). Camino a Puebla, Roberto, finalmente, se anima a conversar sobre política mexicana, y entre broma y broma, surge el albur chilango (¡Ay, buey!). Es impresionante, al lado derecho de la autopista, la planta de Volkswagen. Empezamos el tour en la Pirámide de Cholula en San Andrés. Museo de sitio y recorrido desde el interior. Saliendo, su contorno parcialmente recuperado. Al costado, un manicomio. Subir hasta la pequeña iglesia de Nuestra Señora de los Remedios no es poca cosa, pero la vista a los volcanes bien lo vale. Bajando, puesto de chapulines (grillos) tostados de varios sabores. Pruebo varios de ellos. Con una vez en la vida, basta y sobra. Ya en el centro histórico de la ciudad, la recorremos a pie. Me encandilan sus calles provincianas. Su catedral, barroca y exquisita, es muy hermosa. Aunque agnóstico, no tendrían ningún reparo en volver todos los domingos. Aprovechamos la soleada mañana para tomar el Turibús (sesenta y cinco pesos por persona) y recorrer, desde su segundo piso, las principales construcciones y parques de la ciudad. Para almorzar, nos recomiendan El Mural de los Poblanos. Prometen un viaje sensorial a la Puebla de antaño, y lo logran. El mole es superado por el mole. Luego de los piqueos (botana), nos ofrecen la degustación de moles: poblano, de pipián verde y rojo, manchamanteles, abodo, entre otros. Las tortillas de maíz son la guarnición perfecta. Adicionalmente, me animo por el platillo de temporada, huaxmole de caderas y espinazo. Todo muy rico, pero nada económico. No obstante, que el mesero te llame «joven», como que ablanda la bolsa. Priceless, le dicen los gringos. Regresamos a las dieciocho horas al departamento, y mudamos de ropa nos toma lo que dura una canción. La función empieza a las siete y media en punto. Estamos relativamente cerca, pero el taxi llega a la Alameda Central en hora con veinticinco minutos. El tráfico es imposible. Bajamos frente al Hemiciclo Benito Juárez y corremos al Palacio de Bellas Artes. ¡Llegamos sudados y sin aliento! Estupendo espectáculo, un recorrido por la música popular mexicana. «Del encanto a la perfección», sumilla el Tribune de Lausanne en el díptico. De retorno, un taxista encantador, añoso y memorioso.

DÍA CINCO.- Morelos y Guerrero. Aun tomando el periférico y las vías de paga (con peaje), el tráfico es abrumador. Y la ciudad, en plena efervescencia, parece que no tuviera límites. A sugerencia de Roberto, nos animamos por unas tortas con tamal y café de olla, en un puesto ambulante, rodeado de taxistas. Memorable. Ya a las afueras, los bosques de pinos me recuerdan mi antiguo hogar, California. Saudade de California. Llegados a Cuernavaca, nos dirigimos al Museo Regional Cuauhnáhuac, o más conocido como el Palacio de Hernán Cortez. Su museo narra, sumarísimamente, la historia de México. Rematan la visita los murales de Diego Rivera. Damos unas vueltas a pie y nos trasladamos a Guerrero. Parece otro país. Ranchos, adobe, mulas, guaraches, pobreza. Nos advierten que no se nos haga muy tarde. Es peligroso cuando oscurece. Respetando los límites de velocidad, nos recibe Taxco de Alarcón, la ciudad de la plata y de las callecitas angostas y medievales. Subir al mirador en un VW escarabajo es toda una aventura. Caminar por sus empinadas callecitas, pegados a la pared, es otra aventura. Almorzamos fajitas en un restaurante con vista a la Parroquia de Santa Prisca y San Sebastián. Churrigueresca en extremo. Me apena volver. Taxco tiene ese raro poder de quedarse con un pedazo de ti. O si quieres, de sellar tu memoria. Cena en Condesa. Vino blanco, por favor, que estoy a punto de cumplir cuarenta y dos años.

DÍA SEIS.- Luego de convencer a Alena que no le cuente a nadie que cumplo años, empezamos el día en los canales de Xochimilco. Rentamos un bote para los dos, y nos entregamos al placer de ver a los locales, festejando en sendos botes, sus respectivos acontecimientos. Los mariachis, ora de negro, ora de blanco, no pueden faltar. Tampoco el tequila o el pulque, que es la celebración del pueblo. Finaliza el paseo con unos tacos de suadero y agua de Jamaica. Siguiente parada, los museos de Frida Khalo y León Trotsky en Coyoacán. Aunque prescindibles, ayudan a entender la obra de vida y pasiones de Frida Khalo. Lo mismo el Museo Casa Estudio Diego  Rivera (diseño funcionalista de Juan O´Gorman), en San Angel Inn. El barrio es precioso. Hace hambre y nos enrumbamos al Zócalo. Destino: Restaurante Café de Tacuba. Repleto de gente, que come al son de una entusiasta y bailarina tuna. Nuevamente, recorrido por el centro histórico, para terminar en el Mercado de Artesanías “Ciudadela”. Variedad y muy buenos precios. Acabadas las compras, el cuerpo languidece. Sabe que tiene que volver. Y sabe, en el fondo, que ha de volver. ¡Qué más quisiera yo!


POST SCRIPTUM: Este post va dedicado a mis amigos mexicanos, que por razones de tiempo, no pude visitar. Algunos no me lo han perdonado, y lo entiendo. Amo a México, y me debía este tiempo para los dos, sin intermitencias. Espero, me sepan comprender.

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