El día que Ernesto Balbuena
conoció a Sandra Olórtegui, visitando uno de los locales de la Corporación, la
compañera de trabajo que le hacía el tour
de inducción le advirtió que no se detuviera en ella. Es conflictiva y muy «alharacosa»,
concluyó sin mayor explicación. Le hizo gracia el adjetivo, inusual, de ascendencia
arabesca. Alḥaráka significa
movimiento en árabe, y Covarrubias lo ha definido como el desasosiego y alboroto que alguno tiene con
demasiado sentimiento y movimiento de cuerpo por cosa de poco momento, y todo
se le va en quejas y amenazas (El tesoro
de la lengua castellana o española). Alharacosa, en el Perú, es la persona que
hace exagerada causa por algo que no merece la pena. Intrigado, recuerda
claramente que, de reojo, estudió sus movimientos, no encontrando rastro del
paroxismo del que había sido prevenido. Más bien, vio una mujer bastante joven de
apenas unos veinte años y metro sesenta de estatura, muy cuidadosa de su
aspecto, metódica y ordenada hasta la compulsión. Ojos pequeños, rostro cuadrado, cabellos lisos. A siete metros de distancia
se pierden algunos detalles, pero se gana en panorama y te previene de ser
sindicado, injustamente, de voyeur.
Obramos por contradicción. Y es que nos encanta buscarle el quinto pie al
gato; rebuscar en la caja de Pandora; abrir puertas que debieron mantenerse selladas.
Naturaleza humana, dirían los filósofos. Un par de meses después tuvo que
volver al local del Callao, y luego de reunirse con unos gerentes, se dirigió
al escritorio de Sandra y le preguntó por unas fichas técnicas de excavadoras y
cargadores frontales. Aunque ella trató de ocultar su nerviosismo –era la primera
vez que cruzaban palabras-, la ligera coloración de su rostro, la casi
imperceptible aceleración de su respiración, la súbita dilatación de sus
pupilas, la irreflexiva huida del contacto visual, terminaron por delatarla.
Lenguaje corporal, dirían los psicólogos. Su trato fue extremadamente amable.
La información, breve y precisa. Pero la distancia delimitada por ella,
infranqueable. Para Sandra no era más que un gerente que le doblaba la edad visitando la tienda y evaluando por rutina. Un superior jerárquico con el poder
–potencial- de despedirla. Un perfecto desconocido, con el futuro ya resuelto,
incapaz de entender el drama de su vida. Falsa consciencia de clase, dirían los
sociólogos marxistas. Para Ernesto, adivinar su origen no fue difícil. Débil perfume
de imitación. Pulsera plateada de fantasía. Reloj plástico de fabricación
china. Blusa de polyester también de imitación local. Rímel, pintalabios y base de
bajo presupuesto. Cabello de dos tonos con indicios de seborrea. Epidermis
reseca por la contaminación y la deficiencia nutricional. Sí, su origen era modesto aunque aspiracional. Para Sandra, tampoco fue difícil colegir el origen
de su interlocutor. Aromático e inolvidable eau de parfum. Humectado
rostro, limpísimas y cuidadas uñas. Reloj pulsera con un brillo que solo el oro
puede ostentar. Sonrisa hipnótica con los dientes más blancos y definidos que
en su vida le tocó ver. Camisa a rayas de un algodón pima que imitaba la pretenciosa caída de la seda. Atracción
de polos opuestos, dirían los físicos.
Conceptos contemporáneos como asertividad,
empatía, filantropía, etcétera, tienen sentido cuando creciste sin tener que
luchar por todo aquello que consideraste un derecho adquirido: una sirvienta que
dejó para las fábulas el lavar tu plato, tender tu cama, ordenar tu ropa, barrer
tu cuarto. Unos padres que te daban generosas y periódicas propinas a cambio de
nada, para comprarte todo lo que se te antojara y que fue configurando tus
vicios. Unos parientes que en tu cumpleaños y navidad te traían más regalos de
los que podías disfrutar. Para los otros, como Sandra, dejamos los conceptos de religión, resiliencia, sacrificio, paciencia, resistencia… Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. Sandra no era
alharacosa. Defendía con uñas y dientes lo que tanto le había costado obtener. Son tan distintos. Para
Ernesto, perder una venta era parte de la lógica del negocio. «Se cierra una
puerta, se abre una ventana», decía. Para Sandra, perder una venta era dejar
sin leche a sus hermanas menores. Era eliminar el desayuno o la cena durante
una semana. Era perder cabello por el estrés de no cubrir el presupuesto
mensual. No, claro que no era alharacosa. Era una sobreviviente. Una guerrera.
Una heroína anónima, como tantas otras mujeres de este país. Y como tantas otras,
solo quería un mínimo de atención y ojalá, algo que se pareciera al cariño de
las telenovelas. Para su fortuna, Ernesto tenía más que eso para ella. ¿Cómo lo
sé? Pues ni bien termine este post, debo correr a la lavandería a recoger mi
traje. Mañana a las once, en la Municipalidad de San Isidro, debo asistir como
su testigo de bodas. Menudo honor.
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